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sábado, 17 de mayo de 2008

El recuerdo del ayer

Si nos adentramos por las sinuosas carreteras del interior de nuestra provincia y nos acercamos a cualquiera de sus pueblos, realmente hacemos un ejercicio de memoria retrospectiva. Llego a la entrada del pueblo y veo como las viejos del lugar permanecen sentados en unos bancos de piedra encalada manteniendo conversaciones silenciosas con un cigarrillo en sus trabajadas manos. Y me saludan al pasar aunque no me conocen, se saluda por respeto, hay que dar los buenos días. Yo le correspondo y ellos me miran sin disimulo pensando quizás que soy un forastero. Con esta palabra denominan ellos a todo el que no es del pueblo.

Me adentro a pie por sus calles empedradas, los geraneos adornan unas fachadas que azulean de las manos tras manos de cal viva. Los desconchones en las paredes hablan por si solos, gritan al pasar los testimonios vividos con los años.

En una esquina soleada aparece un gato de piel atigrada que a mi paso ni siquiera hace por huir despavorido, me acerco, lo acaricio y bajo una temperatura mediterránea empieza a ronronear. Continuo mi paseo y llego a una plaza, la única del pueblo, allí la tranquilidad se rompe tan solo por la melodía de la cascada de agua de una fuente.

Una anciana cruza la plaza envuelta en el luto de quien ya no está con ella, cabello canoso rematado con un roete de exquisita perfección, sus piernas se arrastran torpemente, ni siquiera me mira, quizás su sordera hace evitar miradas.

Al pasar por las calles veo como las puertas de las casas están abiertas, no hay olor a inseguridad, el miedo no cabe entre estas estrechas calles. Me detengo ante una de las casas y me envuelve el olor a dama de noche, el pollete repleto de macetas multicolor, el nº 23 apenas se adivina por el paso del tiempo y del escobón de encalar. Al fondo una señora acapara mi atención, sobre un fogón se instala una gran olla roja de metal, ella introduce con cariño cosas que no consigo saber que son.

En la esquina de la casa una vieja moto, una Guzzi amarilla, apoya su manillar sobre la blanca piedra. Una caja de madera amarrada con cuerda de pita hace de improvisado portaequipajes. En ella una botella de agua, un sombrero de paja y una talega de cuadros verdes y blancos; intuyo que aquello no es más que una herramienta de trabajo para quien de la tierra obtiene sus frutos con gran esfuerzo.

Y sin darme cuenta llego al final del pueblo, un mirador me separa del seco rio que allá en los más hondo del valle se dibuja como lo que fue.

Los sonidos y los olores del interior son diferentes, el piar de los pájaros, el zumbido de las moscas, el olor a pan recién hecho, el silencio de una juventud que emigró, las campanadas de la iglesia que anuncian las en punto. Son las melodías del ayer, los colores del pasado, unas sensaciones que me evocan un recuerdo en blanco y negro de mi pasado.